Como bien recuerdan nuestros amigos de
PASIÓN EN SEVILLA, hoy 26 de
febrero se cumplen 40 años del fortuíto incendio acaecido en la Capilla del Patricinio (hoy
Basílica del Stmo. Cristo de la Expiración, El Cachorro). En él, perecía
la antigua dolorosa del mismo nombre y sufría no pocos desperfectos la
portentosa talla de Ruíz Gijón, el propio edificio y numerosos enseres.
Era lunes, previo al inicio de su anual Quinario.
Aunque suena agorero, no es menos cierto
que, cíclicamente por desgracia, se producen en nuestros templos
incendios u otro tipo de desastres que ponen en peligro nuestro
patrimonio cultural y, todavía más lastimoso, a las personas que en ese
momento puedan estar en la iglesia. Dichos accidentes se dan cada
cierto tiempo debido a que se siguen produciendo los mismos errores y
las mismas causas que, desgraciadamente, podrían evitarse. En la memoria de sus devotos estarán grabados los incendios ocurridos en la Hermandad de la Paz (1979, también durante los días del Quinario), Vera Cruz de Gines (la noche del Domingo de Ramos de 1990) o más recientemente el de la Virgen de la Soledad de Huévar del Aljarafe (2008, unos meses después de la restauración del retablo mayor de la parroquia), por poner tres ejemplos cercanos. Fueron famosos, más lejos en el tiempo, los incendios de la Amargura en su paso de palio al paso de la cofradía por la Plaza de San Francisco o el sufrido en la Capilla Sacramental del Salvador que provocó la colocación del altar de plata de los jesuítas para albergar la imagen de Jesús de Pasión. Sin embargo, a
pesar de las buenas intenciones y el cariño que ponen los responsables
de su exorno y ornamentación, a veces no es suficiente con la buena Fe y
hay que llegar un poco más allá. Precisamente, en este tiempo de
Cuaresma que con el montaje de altares efímeros y la preparación de la
Semana Santa aumenta la posibilidad de sufrir un siniestro.
Y
es que hay que tener muy presente que, en el mismo espacio (a veces
bastante reducido) se reunen elementos altamente inflamables
(terciopelos, cortinajes, madera seca con una antigüedad de siglos,
manteles...) con otros comburentes como los cirios y velas, más
elementos de iluminación (focos, cableados...) e incluso, en
determinadas épocas del año, estufas y calentadores. Esta reunión de
elementos (si se piensa
friamente) es, cuanto menos, peligrosa.
En ningún caso abalamos la
tesis de los que abogan por la desaparición de este tipo de arte sacro efímero, sin embargo ¿qué podemos hacer?
En primer lugar,
hay que asegurarse de mantener una distancia de seguridad desde los
focos de calor (llama, focos) hasta los elementos inflamables. Como
mínimo la imprescindible para que un calentamiento continuado no
provoque su inflamación (por ejemplo a lo largo de todo un día de
besamanos). Aquí es importante destacar la distancia también hacia las imágenes ya que, en muchos casos, no provoca una quemadura, pero sí recibe una ingente cantidad de humo, claramente innecesaria. Además ¿acaso es bonito ver una imagen "enterrada" literalmente entre velas?
En segundo lugar, hay que plantearse la posibilidad de que
ese elemento (por ejemplo un candelabro o un incensario) pueda caerse con un golpe
fortuíto, el peso y simplemente porque no esté sobre una superficie
estable. Para ello, es fundamental asegurarse de que esa circunstancia
no se pueda dar y, por ejemplo, fijar los candeleros mediante tornillos o puntillas (¡¡sobre la plataforma efímera, nunca a los retablos!!). También hay que evaluar el recorrido que va a realizar la llama a lo largo de varios días, puesto que con su consumo puede irse posicionando cerca de un elemento inflamable (por ejemplo el pañuelo de una dolorosa) y provocar un incendio en el momento más inesperado. Es habitual encontrar en retablos vestigios de una llama que lentamente ha quemado la superficie (como en la fotografía en una pintura sobre tabla), sobre todo de cuando las iglesias se iluminaban exclusivamente con velas.
Si hemos dicho que los candeleros han de
estar clavados, también hay que asegurarse de que no existen corrientes
de aire que puedan mover los cortinajes y prendan al contacto con la
llama (un ejemplo claro lo tenemos en los sudarios que portan las cruces
en los pasos, que para evitar tal daño, sueler ir sujetos de alguna manera, limitando su movimiento).
Al finalizar cada día, hay que asegurarse que todos los cirios han quedado apagados. Para ello, el mejor "truco" es apagar completamente las luces de la iglesia y hacer un recorrido visual por todos los altares. La más mínima llama de un pabilo, por muy pequeña que sea, nos alertará en la oscuridad del templo. También hay que hacer mención, por supuesto, a la calidad de la cera (atentos los mayordomos), a su correcta colocación o fundición y también, como no, a los responsables de su encendido. El resto de un pabilo utilizado para encender suele ser, en muchos casos, el detonante de un conato de incendio.
Por
último, la distribución y acceso de extintores en lugares cercanos y
conocidos ha de ser una prioridad entre los
responsables de la cofradía que, en todo momento, deben de mantenerlos
revisados y en perfecto estado, por si es necesario su uso. Un extintor en cada esquina del presbiterio, junto con otro en la sacristia en un lugar visible, es una buena medida.
Todas estas advertencias pueden resultar obvias y conocidas para el lector. Sin embargo, su lectura por parte de algún cofrade que se esté iniciando en el bonito arte del montaje de los altares efímeros bien merece la pena su publicación. Además nunca está de sobra obligarnos a recordar algo con tanta transcendencia.
Y una última puntualización: A veces, menos es más. Por mucho que nos guste, un altar llameante, por muy bonito que sea, es un riesgo. Y si queremos montarlo, hay que establecer ciertas pautas de seguridad y como ocurre con el toro, no perderle nunca la cara.